Enrique Rojas (Granada, 1949) se sitúa en la tradición de médicos españoles humanistas, precedido por Marañón, Laín, Rof Carballo, Vallejo-Nágera o López-Ibor. Es catedrático de Psiquiatría. Cita a sus autores predilectos con memoria de opositor: Ortega y Julián Marías, Josef Pieper y Jean Guitton, Lorca y Miguel Hernández, Lope de Vega y San Juan de la Cruz, Séneca y Platón… “Soy un libroadicto”, reconoce, “y a la vez soy pobre de tiempo. Por eso no me queda más remedio que escoger muy bien mis lecturas”. No se considera escritor, pero lleva ya tres millones de ejemplares vendidos. Su último título publicado es 5 consejos para potenciar la inteligencia.
En nuestro tiempo y ante un psiquiatra es ineludible hablar sobre la depresión ¿Tiene cura? Por supuesto. En las depresiones endógenas, se cura un 95 por ciento de los pacientes, y para las más difíciles tenemos medios eficacísimos como el estimulador magnético. En las exógenas, provocadas por circunstancias adversas, depende en gran medida del cambio de esas circunstancias.
¿Es fácil diagnosticar y tratar una depresión? Es difícil. De entrada, porque existen muchos tipos, y porque no hay enfermedades, sino enfermos. Pero tenemos pautas acreditadas por sus buenos resultados. Me refiero a los pasos con los que se logra una terapia integral. En primer lugar, la psicoterapia ejercida por el propio psicólogo o psiquiatra. Después, las terapias farmacológica, laboral, social y deportiva, sin olvidar la libroterapia.
Woody Allen dice que la psicoterapia no le sirve de mucho, aunque no renuncia a sus sesiones… Su situación es bastante común. En sus películas parece un ser humano perdido, a merced de psicólogos y psiquiatras a menudo tan perdidos como él. Quizá deba buscar el diván de un buen profesional que logre ordenar su mente, capaz de descomplicarle y equilibrarle, de entusiasmarle con otro tipo de vida… Eso es, en resumen, la psicoterapia. En el vademécum que consultamos los médicos aparecen miles de medicamentos, pero falta el más importante: el propio médico.
¿Qué le diría, si viniera a su consulta? Charlaría con él durante horas. Entre otras cosas, hablaríamos de las líneas maestras que ha de tener todo proyecto de vida: amor, trabajo, cultura, amistad y trascendencia.
¿Usted ha descendido a los infiernos o los conoce de oídas? Sentir lo que sienten tus pacientes es imposible, pero yo los acompaño hasta el sótano.
¿Hasta el sótano significa hasta perder el sueño? De momento, no. Pero no lo descarto. Un colega norteamericano me preguntó, en su hospital psiquiátrico, cuál era mi especialidad. Le respondí que las depresiones. “¿Y dentro de las depresiones, cuál en concreto?”. Se quedó muy perplejo cuando me encogí de hombros. Entonces fui yo quien quiso saber su especialidad. “Los psiquiatras neuróticos”, me respondió.
¿Es cierto que Sancho Panza curó a don Quijote porque supo escucharle? Es cierto. El arte de escuchar es fundamental, tal vez la mitad de la terapia psiquiátrica. La otra mitad, igualmente importante, es ciencia rigurosa.
¿Cómo se puede ayudar a tanta gente que se siente fracasada? Yo les digo que admiro a los perdedores…, siempre que luchen por convertir sus derrotas en victorias. Es más, pienso que una educación de calidad no es completa sin la lectura de biografías estelares. En ellas aprendemos que, durante una época de su vida, grandes personajes han sido grandes fracasados, a menudo entre rejas: Cervantes, Dostoievski, San Juan de la Cruz… Fíjate en Mandela: ¡27 años en la cárcel Yo he visto su celda en la prisión de Robben. Un lugar macabro. Pero él asegura que fueron los mejores años de su vida, y allí organizó, con otros presos políticos, un foro de debate más propio de una universidad.
¿No va por ahí el mensaje de Viktor Frankl, después de sobrevivir a Auschwitz? Frankl es un ejemplo perfecto. Lo perdió todo, salvo el sentido de su vida. Y ese sentido le dio fuerzas para ponerse al servicio de los demás, dentro y fuera del campo de exterminio. Además de comprobar la eficacia de la logoterapia, Frankl demuestra que el sentido ayuda incluso a soportar lo insoportable, sin romperse. Es lo que hoy llamamos resilencia. Los nazis y los comunistas demostraron que es imposible aplastar al ser humano. ¿Qué consiguieron con el encarcelamiento de Solzhenitsin? Que escribiera Archipiélago Gulag, ganara el Nobel de literatura y contribuyera al desmoronamiento del bloque soviético.
¿Así que nunca es tarde para triunfar? Yo no hablaría de triunfo. Me parece una moda peligrosa, porque el triunfo emborracha. Como el poder.
¿Prefiere hablar de felicidad? Con reservas. Pienso, como Platón, que con la efigie del amor y la felicidad se acuña mucha moneda falsa. De entrada, no la encuentran quienes entienden la vida como una ruleta de placeres. Por el contrario, sobre todo en Occidente, la obsesión hedonista y consumista suele producir personas desparramadas, desnortadas e insatisfechas. Lo mismo que no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita, la felicidad requiere expectativas moderadas.
¿Hay caminos seguros para llegar a ella? Más que caminos, la felicidad tiene exigencias propias. Guarda relación con la calidad de los proyectos personales; no suele ser un estado permanente, sino algo que se que se experimenta a ráfagas; no depende de la cuenta corriente, sino de la riqueza emocional que proporcionan los amigos y la familia. Y tampoco depende necesariamente de la realidad circundante, sino de la interpretación de esa realidad. Hace poco, en un autobús de Londres, me llamó la atención el conductor, un joven negro que iba silbando y tarareando una canción. Me picó la curiosidad y quise hablar con él. Are you happy? Me respondió que sí, que esa gran ciudad y su trabajo le encantaban: “Mis abuelos salieron de Jamaica y acertaron al venir a Londres”.
¿Se puede ser feliz en medio del infortunio? Séneca y los estoicos pensaban que es posible. Yo diría que, más que ser feliz, cuando todo pinta mal se debe gestionar la frustración, se debe conservar la serenidad, y se puede preservar la paz interior. Tomás Moro, encerrado en la Torre de Londres para ser decapitado, se veía igual que San Pablo: de esa clase de hombres que nada tienen y, sin embargo, todo lo poseen.
¿Podemos hablar de sus libros? La semana pasada, un profesor de filosofía me contó que leyó La conquista de la voluntad cuando estudiaba en el Instituto, y que ese libro le ordenó la cabeza de forma decisiva. Me alegro. El orden es una cualidad necesaria, sobre todo para la mente. Significa jerarquía de valores y elecciones: ¿qué es lo importante y lo que debo hacer? Aunque no lo parezca, es una cuestión esencialmente ética.
Entre mis alumnos, gusta especialmente Remedios para el desamor, ¿Todo un síntoma? Síntoma de una realidad abrumadora, que ha llegado a resultarnos inmanejable. ¿Quién podía imaginar, hace unas décadas, la enorme epidemia de parejas rotas que tenemos actualmente? Antes de enviar ese libro a la editorial pedí consejo a Juan Antonio Vallejo-Nágera, que por entonces había publicado Concierto para instrumentos desafinados y estaba en la cresta de la ola. Quedamos para comer y me dijo: “Rojitas, no tienes ninguna gracia con los títulos. Deberías llamarlo Remedios para el desamor”.
¿Se trata de remedios sofisticados? En absoluto. A mi madre le pareció un libro normalito. “Es lo que sabemos desde siempre, has enfatizado lo obvio”, me dijo. Y tenía razón. Lo que sucede es que, cuando se pierde el sentido común y se oscurece lo evidente, no te queda más remedio que recuperarlo, quizá con otras palabras, con otro vestido.
¿Con qué palabras? Bueno, no hay nada nuevo bajo el sol, nada que no se haya dicho, y menos en cuestiones tan cruciales como el amor. Me limité a recordar, con terminología coloquial, poco académica, que las relaciones humanas no se pueden fundar sobre materiales de derribo, y menos las de pareja. Es cierto que la mecha del amor la enciende el sentimiento, pero con el sentimiento, que es voluble, no se llega muy lejos. Hay que ascender el escalón que nos lleva a la voluntad, al compromiso de estar a las duras y a las maduras. Sin esa decisión no hay madurez. Una tercera pata es la inteligencia, y la cuarta sería la dimensión vertical o trascendente. Solo así, y con un trabajo artesanal constante, se consigue un amor sin fecha de caducidad.
¿No le parece un planteamiento muy exigente? Sin duda, pero se ve recompensado con creces. La estabilidad familiar es un bien de incalculable valor. Bastaría con pensar que un buen padre vale más que cien maestros, y que una buena madre es como una universidad doméstica.
A propósito de la primera pata, ¿no cree que los sentimientos han dado un golpe de estado y se han hecho con las riendas de la conducta humana? En general, hemos sentimentalizado la vida, y eso es un desorden que en algunos casos degenera en trastorno, en patología. Recomiendo a muchos pacientes que sean menos sensibles, menos sentimentales, menos susceptibles. Qué olviden los sinsabores y los agravios. Suelo decir que la persona equilibrada tiene buena salud y mala memoria. Guardar rencor indica falta de madurez, y la capacidad de olvidar se traduce en salud mental.
Ahora mismo, el error de los errores es reducir el amor a sentimiento. Por eso hay tanta gente infeliz. Julián Marías lo explica perfectamente en La felicidad humana
Si usted fuera político, ¿qué reforma emprendería con urgencia? ¡La del lenguaje! En esta época de posverdad y relativismo, es más necesario que nunca llamar a las cosas por su nombre.